Manuel de Jesús Escuela Prieto llegó a La Habana el 2 de enero de 1902 procedente de Islas Canarias. Había viajado como pasajero del vapor Catalina y a su desembarco en Cuba trabajó brevemente en un establecimiento comercial en la capital. Con 16 años, estaba obligado a buscarse un sustento, así que decidió trasladarse a Vega Alta en la provincia de Las Villas, en cuyos sembrados de tabaco encontró refugio, empleo y, a la vez, un sentido. Fue allí, a las orillas de un riachuelo donde conoció a su novia, con la cual en 1919 contrajo matrimonio. Poco a poco, salieron juntos de deudas y penurias. Cuenta la leyenda familiar que el último de los débitos fue pagado a partir de un campo que Manuel aró con sus propias manos. Esa misma noche, ambos partieron para la villa de Remedios, pero el tabaco había transformado para siempre al muchacho emigrante, dotándolo de independencia económica y de arraigo en el nuevo país.
Su historia es como la de tantos otros isleños que siguieron la tradición labriega de las tierras canarias y trasplantaron el espíritu de sacrificio para Cuba. Manuel, además, estaba entrando en la edad del servicio militar español y sus padres Luis Escuela Facundo y María Prieto Magaldo eran personas humildes que no podían evitarle al muchacho ese trance de terror y probable muerte. Las clases acomodadas podían eludir el servicio mediante dos fórmulas legales. La primera era la sustitución o sea enviar a otra persona en el lugar de la que corresponde. La otra consistía en la redención: se pagaba una cuota y no eras reclutado. La guerra del Rif, que estaba a punto de estallar, tenía antecedentes terribles a lo largo del siglo XIX. Marruecos era un protectorado español que servía de consuelo a un extinto imperio que fuera humillado en 1898 cuando perdió Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico. Si bien los españoles habían ganado una guerra anterior a los marroquíes, el momento era otro y el ejército, compuesto por muchachos inexpertos y llevados por la fuerza, recibiría el peso de la tragedia. Cuando eso sucedía, por fortuna, Manuel estaba a salvo entre las vegas de tabaco en Cuba. El olor de las hojas y el rumor del río debieron parecerle paradisiacos en comparación con las noticias que le llegaban de sus amigos del pueblo natal de Agulo de la Gomera puestos en los riscos, las montañas de arena y los pedregales de Marruecos, donde las tribus rebeldes tenían toda estrategia de su parte.
Herida por lo que se conoció en la historiografía como “El desastre del 98”, España estaba sacrificando a los hijos de las clases menos pudientes en una guerra cuyo objetivo era rescatar la autoestima imperial y mantener el dominio sobre un territorio desértico habitado por gente que no hacía caso ni al sultán ni a las tropas coloniales. Manuel escapaba de esa manera al error de los políticos de su país. El tabaco, como un Prometeo surgido de las entrañas de América, le dio la posibilidad de vivir y avanzar, de zafarse de las ataduras del destino. Era el humo de los puros cubanos lo que desde hacía siglos les dada esa libertad a los pequeños labriegos, a los hombres de trabajo que se negaban a aceptar un horizonte impuesto o una fatalidad por muy pobres que fueran en su origen.
A veces en las noches, Manuel se paraba delante de la ventana de su cuarto y, mientras sus hijos y esposa dormían, evocaba el silbido tradicional de las montañas y colinas de La Gomera. La melodía, entre oscura y simple, viajaba kilómetros, se adentraba en los paisajes que él no volvió a ver, caminaba por las calles adoquinadas de Agulo, tocaba a la puerta de su parroquia y preguntaba por el padre Elías Santos Lorenzo, quien lo bautizara allí mismo el día 31 de mayo de 1885. El tiempo había volado y aún recordaría las enfermedades y el estado precario de los puestos médicos en aquellas islas, el nulo futuro, la amenaza del reclutamiento. A pocos metros, junto a la ventana de la vivienda cubana, una vega estaba en todo su esplendor como un recordatorio vivo de salvación y de tristeza. Demoraría hasta 1950 para aceptar legalmente la ciudadanía en la tierra de Martí. Su verdadera patria era el tabaco y el único sentimiento que lo llenaba.
Cuando se habla de los procesos de acrisolamiento de la nacionalidad, hay varias etapas relacionadas con el trabajo. Y es que a partir de la producción humana y de su identidad con un determinado accionar se pueden establecer puntos fuertes acerca de lo que significamos. Cuba posee un contrapunteo poderoso. Por un lado, el azúcar vinculado a las plantaciones que hunden su genealogía en los latifundios, la esclavitud, el legado, el feudalismo y la hacienda. Por otro, el tabaco que se escapa de esas determinaciones y asume el ropaje de Prometeo: díscolo y contrabandista desde los inicios de la colonia, rebelde a las disposiciones reales que lo estancaban en un precio y con un solo destino, dispuesto a dar ganancias a partir de la agricultura intensiva, la pequeña propiedad y la contratación. Ambos, tabaco y azúcar, eran la base del ente activo que constituyó al cubano. Transformaron la faz de la isla y la llevaron a ser una nación con ansias de redenciones, por una parte, pero con grilletes por otra. En la medida en que los tabaqueros y los campesinos integraban la identidad independentista cubana, el azúcar los ató al monocultivo, el latifundio y la parálisis. Esa guerra, transformada en contienda civil en ocasiones entre los hacendados y los mal llamados cuatreros, era también parte de lo que somos.
El tiempo trae una sombra compuesta por vientos metafísicos que deshacen el presente y trasladan cada mirada hacia los siglos anteriores. Existe una leyenda en la Ciudad del Vaticano acerca de un aparato nombrado cronovisor el cual supuestamente permite que veamos acontecimientos de la historia a través de videos extraídos de la energía que queda flotando en las dimensiones existenciales. Si tomamos ese invento como real y lo encendemos, lo primero que aparece es un pedazo de costa con un mar intensamente azul, mucha vegetación en tierra y tres embarcaciones. Es la isla de Cuba, pero aún no se le llamaba así, de hecho, el Almirante de la Mar Océana la pensaba con el nombre de Cipango a partir de los mapas y las exploraciones de Marco Polo. Dice el padre Bartolomé de las Casas en su libro “Historia de las Indias” que todo pasó el viernes 2 de noviembre de 1492, estando ellos en el puerto de Mares en el Oriente de Cuba. Dos exploradores fueron enviados tierra adentro para encontrar al Gran Khan: Rodrigo de Jerez y Luis de Torres, este último por ser un judío converso que manejaba el hebreo, el caldeo y el árabe como idiomas propios.
Camino a través de las aldeas, los españoles no hallaron oro, ni la corte del emperador, pero sí muchas personas de todas las edades con tizones encendidos en las manos y con hierba seca que ardía. Guillermo Cabrera Infante, con esa savia de jodedor que lo caracteriza, catalogó a esos primeros habitantes de Cuba con el apelativo de “hombres chimenea” en su libro “Holy Smoke”. Y lo cierto es que, a cada paso, los exploradores veían aquel mundo desde el prisma europeo y el hecho de que hubiera personas inhalando humo y fuego los sorprendió. Quizás de ahí venga la famosa frase del argot cubano sobre los “comecandela” o sea esas personas que para simular determinada posición fijen ser más papistas que el Papa.
Dice el padre Las Casas en su citado libro: “Estos mosquetes, o como le llamaremos, llaman ellos tabacos”. O sea, ya desde los inicios se toma la voz aborigen y se reutiliza en los corrillos europeos de América. El sacerdote refiere que desde aquellos tempranos años los españoles comenzaron a consumir este producto y desarrollaron pronto la adicción, raíz del posterior comercio. Inicialmente, el tabaco tenía en los pueblos originarios un uso ritual, médico, poseyó un significado mágico que los colocaba en contacto con entidades. El europeo le dio otra mirada más arrasadora, lo trató como una cosa que se gasta y torna cenizas. Pero el tabaco, que parecía tener alma propia, era una encarnación de Prometeo, quien le robara el fuego a Zeus para liberar a la humanidad. Los siglos posteriores serían intensos en esta historia, ya que, aunque Europa trataba de domar al tabaco, este se las arreglaba para arder a su manera, con libre albedrío.
El cronovisor nos lleva hasta las costas de Remedios, en el centro de Cuba, a mediados del siglo XVI. En la bahía de Buenavista un barco pirata fondeaba su contrabando con los locales y entre las pacas había varios cargamentos de tabaco. La precaria industria de la ganadería y las carnes sería desplazada poco a poco por este otro producto tan codiciado en Inglaterra, país en el cual se había hecho moda entre la aristocracia y los dandis que iban al Teatro del Globo a ver las obras de Shakespeare y que entre un acto y otro hacían bocanadas de humo con diversas formas. En el año 1599 fue representada en Londres la obra llamada “Every man out of his humor” de Benjamín Johnson en la cual se hablaba de la elegancia de fumar y de que había maestros preceptores que daban clases de dicho arte en las ciudades. Entre las técnicas citadas en dicho texto para inhalar y exhalar humo estaba la cuban ebolition o sea echar hacia el cielo un chorro que llenara el ambiente y diera a conocer que en esa parte de la sociedad había una persona que sabía un arte complejo, lejano, vinculado a la isla de América.
Sugiere Fernando Ortiz en su obra “Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco” que esa manera de fumar probablemente la observaron aquellos piratas ingleses de parte de los criollos cubanos y la llevaron a su otra isla oscura, fría y lluviosa. La imagen de los teatros isabelinos atravesados por columnas de humo que salen disparadas como el hervor de las cazuelas debió ser muy común en el siglo XVI y gran parte de la centuria posterior, cuando el país entró en crisis, guerra civil y le cortaron la cabeza al rey Carlos I. No se sabe si dicho regicidio se cometió entre volutas de humo de tabaco, ya que las ejecuciones eran actos públicos por entonces. Su padre, Jacobo I, quien le legara un reino convulso, había escrito una carta contra el tabaco, en la cual hablaba del olor, del hollín y el daño a los tejidos, pero eso no impidió que la cuban ebolition se siguiera practicando y que incluso la nueva burguesía de las ciudades transformara esa técnica en un símbolo de poder adquisitivo.
En la medida en que el oro dejó de ser abundante, el tabaco se situaba entre las riquezas de América que los europeos pagaban al contado. En Cuba, producto del monopolio español, los habitantes de las villas tuvieron que venderlo por contrabando lo cual hizo que tomase un significado libertario, rebelde, signo de independencia. Estos villanos, de hecho, habían intentado crear sus propios gobiernos comunales y desoír a las autoridades. En Remedios era tan extrema esa libertad que llegaron a apalear a los curas del pueblo cuando estos condenaban la herejía del contrabando en las costas. El siglo XVII era un punto de giro entre el pasado y la modernidad y el tabaco ayudaba a las clases bajas a adquirir riquezas y movilidad social.
Los vegueros cubanos se sublevaron a lo largo del siglo XVIII contra el monopolio y el estanco del tabaco que los empobrecía, les pagaba poco o no les pagaba. En la última de esas luchas, fueron arcabuceados y expuestos en la calzada de Jesús del Monte en las afueras de La Habana. Los hacendados, el latifundio y las autoridades veían en la fortuna creciente de los hombres libres una amenaza y les ponían frenos. A lo largo de toda la historia siguiente, de alguna manera se continuaría ese conflicto. Emigrantes canarios y sus descendientes se enfrentaban al destino con la sola fuerza de sus manos y a veces araban los campos sin ayuda de ningún tiro animal. El tabaco era una siembra intensiva, de pocas hectáreas, la caña era extensiva e inmensa. La economía marcaba la política y no resultó en vano que los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso fueran el motor de la conspiración de José Martí y que la orden de alzamiento llegara a la isla envuelta en un puro. No solo era el símbolo, sino la esencia de la nación.
El poeta Eliseo Diego, en su libro “En la Calzada de Jesús del Monte” se refiere a una demasiada luz que se mezclaba con el polvo para formar paredes invisibles y columnas que solo el poeta es capaz de palpar con el poder de la evocación. En esas imágenes traídas a través del cronovisor estaba la huella de los hombres expuestos, llenos de agujeros de balas de arcabuz, testigos de una historia dura. La luz recorre los campos de Cuba junto a los mambises, se posa en las manos de Winston Churchill que por entonces estaba de enviado del gobierno de la reina Victoria I y que acabó de descubrir la savia de los habanos; se trata de una iluminación que no se detiene y que actúa como un haz salvador lleno de ímpetu. El tabaco lo mismo está presente en la inauguración de la República de Cuba, que luego en la Segunda Guerra Mundial, cuando el ya Primer Ministro Británico inmortaliza el gesto de fumar puros cubanos.
En tanto, frente a la ventana de su casa, Manuel Escuela ya no se visualiza regresando a Canarias. Con ocho hijos, varias tierras a su recaudo y un negocio de colonias de caña, ha dejado de depender del tabaco. Sin embargo, guarda en una caja pequeña una muestra de puros de primera clase que a veces saca, los mira, los toca e intenta desentrañar. El misterio se le escapa como el halo de un alma rebelde. Prometeo, ese titán que lo liberó del servicio militar, se había metamorfoseado en un objeto pequeño, efímero, torcido. En la vida política de Remedios y de Cuba el tabaco se había transformado en un símbolo de prosperidad. Años después, con las nacionalizaciones de propiedades, esta muestra de habanos estaría entre las pocas posesiones que dieron cuenta de su ascenso desde la pobreza a la prosperidad.
Manuel no lo sabe, pero cada vez que saca un tabaco de su estuche se manifiesta un pasaje de la historia de Cuba. Esas almas habitan su casa y mueven los muebles, les hablan desde el silencio. En la cocina, Rodrigo de Jerez y Luis de Torres se detienen delante de los cubiertos y la vajilla y quieren sentarse a almorzar. Más allá, los hombres chimeneas pasan comiendo candela y hablando en lengua arahuaca sin que otros fantasmas del pasado los puedan traducir. La guerra civil inglesa acaba de transcurrir hace un momento en la parte de la casa concerniente al zaguán cuando pasaron las tropas de cavaliers perseguidas de cerca por los roundheads de Oliver Cromwell. Una nube de humo se tragó la escena y la V de la victoria hecha con las manos por Churchill se desmaterializa en una voluta oscura y gaseosa. Antes, en los postigos que dan al patio, un José Martí pensativo coloca una carta dentro de un puro y lo envía a la isla aún cautiva de España. Cuba se hace y deshace de forma fragmentaria a lo largo del inmueble, una y otra vez, como recordatorio de que todo lo que era Manuel se debió al fuego prometeico de una identidad criolla.
Más allá, en el desierto de Marruecos, los cadáveres de sus amigos del pueblo caídos en la guerra no podían comunicarse con nadie, llevados por el silencio. Eran almas cautivas, colocadas debajo de toneladas de injusticia. El humo sagrado no les daba vida. Manuel Escuela falleció a inicios de la década del sesenta, de una afección del corazón como todos los varones de su familia. Aun desmaterializado, siguió yendo a la ventana, para recordar el silbo canario. Nadie podía ya verlo, pero su alma recorría las vegas de tabaco y las formas elegantes de los puros puestos en su estuche.
Quienes conocieron al muchacho desprovisto de futuro también han seguido el mismo camino del humo, se mezclaron con la historia y el polvo hasta desaparecer. No obstante, surgen como metáforas de humo aquellas palabras de Eliseo Diego, quien seguramente también vio el resuello de los vegueros a través del tiempo: “Al centro de la noche, centro también de la provincia/he sentido los astros como espuma/de oro deshacerse/si el silencio delgado penetraba.” El silbo canario sigue resonando, aunque nadie pueda explicar de dónde proviene.
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