La música para Michel Serres constituía la “metáfora fundamental” del conocimiento, la comunicación y la armonía del mundo. "La música es la filosofía de los sentidos, igual que la filosofía es la música de la razón". Veía en la música un “sistema de comunicación puro”, anterior y más esencial que las palabras. "La música es el único lenguaje que no necesita traducción, porque ya es traducción en sí misma". De ahí que para entenderla, se ha de ser un "instruido en terceros lugares", alguien que cruza fronteras entre disciplinas.
Ideas muy cercanas a las de nuestro José Martí, vertidas en su reseña de un concierto de White. Cuando nos habla de “una lengua espléndida” y de “una lengua común”, que ensancha y ennoblecer el corazón, que hace que todo pecho crezca y se dilate. “La música es la más bella forma de lo bello”-dice el poeta cubano. “El color tiene límites: la palabra, labios: la música, cielo. Lo verdadero es lo que no termina: y la música está perpetuamente palpitando en el espacio…”. “La música es el hombre escapado de sí mismo: es el ansia de lo ilímite surgido de lo limitado y de lo estrecho: es la armonía necesaria, anuncio de la armonía constante y venidera”.
Para ambos, la música es expresión de las condiciones de vida del sujeto que la produce y un don para ser compartido, para el mejoramiento humano. Como “la compañera y guía del espíritu en su viaje por los espacios”. Encarna el ideal de Serres una “cultura no jerárquica”, donde ciencia, arte y cuerpo dialogan. Era “el modelo de una sociedad en equilibrio”, donde el ruido del mundo se convierte en melodía.
En su texto Les cinq sens (1985) valoró el francés cómo la música, al contrario del lenguaje verbal que divide y categoriza, “une a las personas sin mediaciones conceptuales”. Es un "ruido organizado" que conecta cuerpos y emociones. Y en Génesis (1982) planteó que la música no niega el ruido, sino que lo domestica, igual que la filosofía ordena el pensamiento. Así, un compositor sería un "filtro" que transforma el desorden en armonía.
En Petite Poucette (2012), el filósofo celebró las potencialidades que la tecnología abría para la “democratización de la música”. La verdadera revolución, diría, está en cómo los nuevos medios nos permiten “recomponer” sonidos, igual que recomponemos conocimientos.
Además, de propiciar modelos alternativos a las imposiciones de las grandes disqueras. Al permitir crear sin intermediarios y que las obras circularan como “bien común”. Bajo el credo de que la cultura es como un "parasito bueno" que se alimenta de lo viejo para crear lo nuevo y que la “cultura no es un museo, sino un taller". Vinculado con su propuesta, en Le Tiers-Instruit (1991), de una educación basada en la hibridación, donde el saber se construyera cruzando fronteras entre disciplinas y culturas.
Son estas potencialidades de la música para la “emancipación de los sentidos” y la “liberación de la naturaleza humana”, con sus formas puras y desideologizadas, por tan vibracional-relacional y tan inmersiva, por sus efectos sobre los afectos, lo que ha sido torpedeado. Un fluir interrumpido, intencionalmente, con el servicio de sus “intelectuales orgánicos” y el accionar transnacional de sus imperialistas industrias culturales. Controlando su producción y circulación, e instrumentalizando a esos “caballos de Troya” que son los “famosos”, “celebridades” e “influencers”.
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Porque Neoliberalismo, “el último mito de Occidente: cree que el dinero puede comprar hasta el alma. Pero el alma, como el aire, no tiene precio". “El mercado es un útil, no un dios. Cuando lo elevamos a religión, sacrificamos lo más humano: el don, la gratuidad, el sentido", cuestiona el pensador, profesor y escritor galo en obras como Le Contrat Naturel (1990) y en Petite Poucette (2012.
Con tal evangelio, se somete todo a las lógicas de la rentabilidad, dentro de intercambio de suma cero, hasta la naturaleza y la vida misma. Como el agua, los genes o el aire, los bienes culturales se convierten en "recursos" explotables, medibles por su valor de cambio y borrando su dimensión de gratuidad, crecimiento y don que subraya Serres.
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“En una sociedad donde la cultura es mercancía, conformar la mercancía es conformar al consumidor”-nos ilumina Luis Brito García desde Venezuela. Mediante las sistemáticas operaciones de marketing, se vende una imagen que en el fondo es un molde. Se pretende “recoger información: en realidad se postula valores”. La calificación de lo humano que reducido al poder adquisitivo y al de consumir.
Para producir consumidores, adictos a sus fetiches, los capitalistas invierten millones, en sus fábricas productoras de subjetividad serializadas. Convirtiendo en soportador de valores (de cambio) a todo lo portador de las pulsaciones del cosmos que el hombre ha codificado, como registros simbólicos de nuestro vivir en el mundo. Sean en gestos efímeros o en textos, en teoremas o en sonetos, en trazos cromáticos o en composiciones armónicas de sonidos y silencios…
Mediante diversas operaciones han venido colonizando cuerpos y territorios, violentado todo lo vivificante y sensual de la naturaleza humana, trastocando todo lo que consiguen moldear, empaquetar y vender. Descontinuando flujos o estancando procesos, a fuerza de extractivismo y de apropiación cultural. Para que solo circule aquello que redunde en maximización de la plusvalía, material y subjetiva.
Por demás, toda otra mercancía susceptible de tener un valor de símbolo, la someten al styling, para exaltar o alterar estas propiedades simbólicas. Produciendo continuamente micromundos y apetencias, cual burbujas fugaces, amorfas, indescifrables, incapturables e inregistrables en auténticas obras de arte.
Y lo empapan todo con su racionalidad instrumental. De modo que lo más raro, lo menos probable de ser visto o escuchado, en un escenario o en un reproductor tecnológico, sea lo creado para el crecimiento del otro y no del bolsillo. Se aseguran que lo menos tentador sea emplear el ingenio o el talento para tornar lo vendible en compartible. Con tal propósito diseñan los algoritmos, con tales reglas funcionan sus plataformas para la circulación de la música. Allí nada es gratis, y compartir se registra, se apunta como estadística.
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Serres fue un entusiasta de las nuevas tecnologías. No obstante, remarcó sobre los cambios antropológicos que ya estaban provocando. Consideraba, como Umberto Eco, que “estamos en medio de una de las mayores revoluciones antropológicas desde la Era Neolítica”. Las nuevas generaciones, pasan sus vidas “en lo que el antropólogo Marc Augé ha definido como `no lugares´: espacios de circulación, consumo y comunicación homogenizados”. “Su pensamiento ha sido formado por medios de comunicación que reducen la permanencia de un suceso a una breve frase e imágenes fugaces, fieles a la sabiduría convencional de los lapsos de atención de siete segundos y las respuestas de los programas de concurso con respuestas que se deben dar en quince segundos”-describe Eco.
Y con esa velocidad inaudita con la que cambia la tecnología moderna, como señala Serres, “al mismo tiempo el cuerpo es transfigurado, el nacimiento y la muerte cambian, como lo hacen el sufrimiento y la sanación, las vocaciones, el espacio, el medio ambiente, y el estar en el mundo”.
Si antes, los seres humanos “vivían en un mundo percibible, tangible” esta generación existe en un espacio virtual que no establece distinción entre cercanía y distancia”. Vagan por el ciberespacio, hipnotizados por las plataformas online que, según Ferres, “no excitan las mismas neuronas o las mismas zonas de la corteza (cerebral)” que si estuvieran leyendo un libro. Lo que impacta retroactivamente en sus relaciones sociales y en sus nociones sobre el poder. En esta forma virtual de “estar en el mundo”, la libertad termina siendo la posibilidad de elegir entre lo que se vende, decidir su playlist. El grito a un post, la protesta a un clic.
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Generándose, una sociedad de tontos útiles, con banales convicciones y escasos fundamentos; incapaces de interpretar las metáfora de Michel Serres. O de buscar sentidos en el arte genuino y enarbolarlo como trincheras contra la homogenización impuesta, por el Neoliberalismo y la globalización del consumismo acrítico.
Frente a un mundo que reduce todo a mercancías, algoritmos y datos, el arte, en la visión de Serres, preserva la singularidad, el “ruido creador” y la capacidad de “traducir” lo inefable. "El arte es el último territorio donde el ser humano puede decir 'no' sin palabras". Son tales las claves que subyacen en su “perla”, el centellear de esperanza que se intenta apagar.
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